El hecho insólito que se lee en el artículo de Juan Bengoechea es de los que hacen que te caigas hacia atrás y no te levantes durante un buen rato:
Este hecho, que puede hacerse extensivo al resto de España, revela algo insólito: los asalariados ganan más que sus patrones.
22-3-2009
El Correo
JUAN BENGOECHEA
Dinero golfo
Los paraísos fiscales son las letrinas de la globalización. Ahí se depositan los detritos del fraude fiscal, cuyo molesto olor se tapa con el manto protector del secreto bancario. Los líderes europeos se han conjurado para, en la próxima cumbre del G-20 en Londres, desinfectar esos lugares. No van a tenerlo fácil en un mundo donde es posible transferir dinero a cualquier rincón a golpe de Internet. Los paraísos fiscales están, además, protegidos por una red de hipocresías que ha hecho del fraude un lucrativo negocio. Un suculento pastel cifrado en unos 7 billones de dólares, del que viven bancos, abogados e incluso países. La diferencia en este caso radica en que la crisis hace que el egoísmo de los defraudadores sea fiscalmente insostenible. A esto se une la beligerancia política demostrada por asalariados y pensionistas, que no parecen dispuestos a ser ellos los paganos de una fiesta a la que no fueron invitados.
Las encuestas dejan entrever que la inmensa mayoría de los españoles considera que el fraude está muy extendido. La realidad parece darles la razón: la 'economía sumergida' ronda el 23% del PIB. Lo malo es que, a pesar de los esfuerzos desplegados por las autoridades, existen sólidos indicios de que las actividades opacas no han disminuido. Este fracaso de la inspección fiscal no es ajeno al hecho de que la mitad de los ciudadanos justifica, en cierto modo, las conductas defraudadoras. No cabe extrañarse, por tanto, de que algunos contribuyentes hayan comenzado a tomarse la justicia por su mano, haciendo efectivas sus reclamaciones de rebajas impositivas. El resultado es una caída de los ingresos públicos muy por encima de lo que cabría esperar de la crisis. Una actitud que, de generalizarse, puede originar problemas en el futuro, dado el distinto control ejercido sobre los contribuyentes.
Y es que, en España, el fraude se distribuye de manera muy desigual. Las actividades mejor controladas son las sujetas a retención en origen -por ejemplo, los salarios y algunas rentas de capital-; el resto lo están mucho menos. Esta diferente probabilidad de ser detectado por Hacienda facilita el dolo de ciertos colectivos. Así, circunscribiéndonos al caso de Euskadi, el último informe sobre fiscalidad de ELA muestra que, en plena bonanza económica, el 72% de las empresas vascas declaraba en el Impuesto de Sociedades una base liquidable inferior a 6.000 euros. Siguiendo con el ejemplo vasco, en ese mismo informe se constata que la renta media de trabajo es, según el IRPF, un 61% superior a la proveniente de actividades económicas (empresarios, profesionales y artistas). Este hecho, que puede hacerse extensivo al resto de España, revela algo insólito: los asalariados ganan más que sus patrones.
Este estado de cosas produce una enorme frustración en un país cuyo sector público no genera suficientes ingresos estables para cubrir los gastos recurrentes en materia de servicios públicos, prestaciones sociales e inversión. En estos momentos, según la Fundación de las Cajas, las administraciones públicas generan un déficit estructural superior al 6% del PIB. Cubrir ese déficit por la vía de ingresos exigiría al Gobierno prácticamente duplicar, en proporción al PIB, la recaudación por IRPF o por IVA. Pero una subida de esa magnitud daría lugar a graves trastornos, aumentando los incentivos de los defraudadores y el malestar de los que sí cumplen con Hacienda. La otra alternativa es recortar gastos, tal y como se hizo en los años previos a la entrada en la Unión Monetaria. Tampoco le saldría gratis al Gobierno, considerando el atraso tecnológico y el aumento del riesgo de pobreza provocado por la escalada del paro.
La reducción del fraude debe constituir una prioridad de la política económica, a fin de impedir el acelerado deterioro de las cuentas públicas. La beligerancia del G-20 contra los paraísos fiscales puede paliar el problema, pero no va a resolverlo. Basta recordar la impotencia de la Directiva del Ahorro para hacer frente a las tortuosas mentes de los evasores. La lucha contra el fraude necesita de una alianza entre los poderes públicos y esa mayoría silenciosa que satisface sus obligaciones fiscales. Una alianza a la que también tendrían que estar invitados bancos y cajas, especialmente aquellos con filiales en paraísos fiscales. En caso de negarse, se les debería obligar, tal y como ha sugerido la Organización de Inspectores, al cierre de dichas filiales. Esas entidades pueden reclamar la solidaridad del contribuyente, pero no pueden exigirle, además, que mire para otro lado cuando hacen del delito un negocio.
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