Carlos Sánchez y su agudeza y claridad habitual en El Confidencial. Sin comentarios.
26-11-2008
elconfidencial.com
Carlos Sánchez
Lo que sucede cuando se entrega la energía de un país a la industria del 'ladrillo'
Al grito de ‘no pasarán’, media España anda conmovida por la posible compra de Repsol YPF por parte de Lukoil. Es curioso que la prensa de este país, habitualmente de trinchera y estandarte, se haya unido contra la venta de la petrolera, lo que puede poner de manifiesto dos cosas.
Una, que la operación es tan mala que nadie con dos dedos de frente está en condiciones de aceptarla. Dos, que quienes la propician -se supone que a la cabeza de ellos el presidente del Gobierno, la Caixa y, por su supuesto, Sacyr- son verdaderamente una calamidad a la hora de vender una mercancía.
Se trata de un fenómeno curioso teniendo en cuenta que el viernes pasado Rodríguez Zapatero daba por cerrado el acuerdo en un plazo inminente, lo que da idea de la capacidad de la Moncloa para resolver los problemas de forma profesional, en lugar de tratar de solucionar las cuestiones de Estado en una cena de amigos. Al presidente, alguien le debería explicar que las leyes económicas (que las hay) no necesariamente tienen que coincidir con las de la política, donde tirando simplemente de BOE se pueden obrar milagros. A alguien se le ha olvidado que los bancos han prestado más de 5.000 millones de euros y, lógicamente, quieren cobrar. Así de fácil.
Sea como fuera, lo cierto es que ambas versiones esconden un problema de mucho mayor calado, y que tiene que ver con el diseño de una política energética -con el beneplácito de los reguladores- que ha hecho posible que algo tan sensible como el abastecimiento de petróleo y electricidad se haya puesto en manos de un sector a todas luces sobrevalorado, y que tarde o temprano, como así ha sucedido, tenía que saltar por los aires. Entiéndase bien. El problema no es que el ‘ladrillo’ se haya hecho con una parte sustancial del sistema energético del país. Parece evidente que si las constructoras tienen dinero para comprarse lo que quieran, allá ellas. No hay nada que decir. El problema es otro, y tiene que ver con el hecho de que las constructoras tuvieron que endeudarse hasta las cejas para adquirir compañías como Repsol, Endesa o Iberdrola, y eso ha puesto a las empresas de refino y electricidad en una posición de vulnerabilidad por falta de accionistas estables. No estará de más recordar que entre Acciona, Sacyr y ACS deben más de 55.000 millones de euros (sí, han leído bien).
Algunos datos pueden ilustrar el sobrepeso de la construcción en la economía española. Nada menos que el 28,7% de lo que ha crecido este país entre 2002 y 2007 tiene que ver con el ladrillo, mientras que el 40% de los puestos de trabajo creados -un porcentaje verdaderamente extraordinario- está relacionado con la obra civil o residencial. Pero es que el 57% de las inversiones están vinculadas a la construcción de carreteras, vías férreas o viviendas. Parece obvio que esos porcentajes eran insostenibles a medio y largo plazo, y eso explica que constructoras e inmobiliarias estén ahora con la soga al cuello, negociando cómo devolver el medio billón de euros (no es ninguna errata) que les prestó la banca en los últimos años. O lo que es lo mismo, el 50% del PIB de la octava economía del mundo, como le gusta decir a los gobernantes. Esa vulnerabilidad financiera de los nuevos conquistadores -tan evidente- es la que obviaron las autoridades económicas cuando dieron su bendición a la entrada de las constructoras en el sistema energético nacional.
Una nueva aristocracia económica
Desde luego que la operación no era solamente empresarial. Se trataba de crear una nueva aristocracia económica afín al poder político, lo que explica la decidida intervención de Miguel Sebastián en todo el proceso. Sería injusto, sin embargo, culpar de todos los males a este Gobierno. El problema de fondo del modelo energético tiene que ver con la incapacidad de la clase política –léase Partido Popular y PSOE- para identificar los asuntos realmente de Estado con el objetivo de evitar bandazos que sólo perjudican a los consumidores.
Veamos. Cuando el PP llegó al poder en 1996 tenía dos opciones. Reordenar el sistema liberalizando la distribución y comercialización de energía (modelo anglosajón) o, por el contrario, articular una alternativa española (un campeón nacional) que sirviera de referente para el conjunto del sector (modelo francés o alemán). Al final se optó por un sistema híbrido. El Estado se marchó de la propiedad de las empresas (privatizó todo lo que pudo) pero, al mismo tiempo, controlaba su funcionamiento mediante un sistema tarifario. Y así se explica que el Gobierno de Aznar impidiera la operación de fusión Endesa-Iberdrola, lo que a la larga se ha demostrado un error estratégico.
El PSOE quiso recuperar el tiempo perdido impulsando una fusión entre Gas Natural y Endesa que tenía mucho de ajuste de cuentas con el anterior Gobierno, y eso explica que el asunto acabara por convertirse en un duelo político entre el PP y el PSOE, lo que al final provocó la entrada en liza de E.ON y la posterior de Enel. Como se sabe, al final todo acabó como el rosario de la aurora y la pretendida ‘españolidad’ de Endesa aparece sólo en el imaginario de Sebastián.
En ningún otro país de nuestro entorno económico sucede algo parecido. La energía forma parte de su sistema básico de seguridad, y no es por casualidad. Y es que la utilización del petróleo o el gas natural como arma política no es un fenómeno nuevo. Ya en los tiempos del jeque Yamani, hace 35 años, los países productores cerraron el grifo y los países consumidores abrazaron una recesión de la que tardaron años en salir. Por lo tanto, no hace falta ser un lince para darse cuenta de que el petróleo es un arma política que en determinadas ocasiones se utiliza. Por lo que es vital contar con accionistas estables, no de esos que se vienen abajo agobiados por las deudas.
Será interesante, por cierto, conocer lo que pensará la diplomacia de Obama sobre la operación en caso de que salga adelante. Sobre el hecho de que una Repsol de mayoría rusa pudiera servir a los intereses estratégicos de personajes como Chávez, Correa o Evo Morales en Latinoamérica, precisamente en unos momentos de escalada armamentista en la región. Será por casualidad, pero lo cierto es que parte de la flota naval rusa (incluyendo un crucero de propulsión nuclear) atracó ayer en el puerto venezolano de La Guaira, para iniciar maniobras conjuntas en el Caribe venezolano. La llegada de la flota coincide con una visita de dos días que realizará a Venezuela el presidente ruso, Dimitri Medvédev, a partir del miércoles. Y a nadie se le olvidará que el presidente de Lukoil, Vagit Alekperov, procede del aparato soviético que se quedó con los vestigios industriales y petrolíferos del poder comunista. Fue viceministro de la Industria del Petróleo y el Gas en 1991 y ahora forma parte de la nueva nomenclatura de los oligarcas que rodean a Vladimir Putin.
La ‘operación Repsol, por lo tanto,’ va mucho más allá que una simple operación comercial entre compañías privadas. Margaret Thatcher, nada sospechosa de intervencionista, inventó en los primeros años 80 la ‘acción de oro’ para impedir que los kuwaitíes de KIA -el brazo financiero del Gobierno- compraran una importante participación en British Petroleum. Es lo que diferencia a un Estado adulto de otro que se comporta como un adolescente jugando al monopoly los fines de semana por la tarde.
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