16 noviembre 2008

Escándalo y olvido. Despilfarro perpetuo y vergonzante

Hay articulistas que me encantan. Este es uno de ellos. Carlos Sánchez escribe con claridad y conocimiento de causa. Que no es poco con la intoxicación que se estila hoy en día. Para el aborregamiento de masas es imprescindible información excesiva, vacua y confusa.
Carlos Sánchez es el autor del libro Los nuevos amos de España. Una lectura altamente recomendable.
Y aqui tenemos a Carlos hablando sobre los escándalos que un día si y otro también pululan por los medios 2 ó 3 jornadas y pasan al olvido y la indiferencia. Asi el dinero del contribuyente sigue despilfarrándose y como parece ser que como saben los publicistas y estrategas de la alta (con perdón) política, el electorado no tiene memoria pues vamos de mal a peor. O el penoso recurso de otorgar el voto al menos malo...
Lo último en Bilbao es poner unas vallitas de diseño muy práctico alrededor de la fuente en una plaza con nombre de la provincia de Bilbao, que ha costado ciento y pico millones ¿reformar?.
También quedan anuladas al menos 8 plazas de OTA cuando se proceda a limpiar la fachada no tan práctica (al contrario de las mencionadas vallas) de la fachada poliédrica y singular de la sede de Osakidetza. Amén de 12.000 euros cada vez que los operarios de la empresa que se lleve el contrato de limpieza pase la bayeta a tan insigne edificio

14-11-2007
elconfidencial.com
Los brochazos de Barceló y el gasto público: algo más que una impudicia
Carlos Sánchez
El pintor mallorquín Miquel Barceló, como todo el mundo sabe, anda metido estos días en una ácida polémica a cuenta de la cúpula que ha decorado en el palacio de Naciones Unidas de Ginebra. Se trata de una de esas disquisiciones que tanto gustan en este país. Durante dos o tres días, todo el mundo habla de lo que se considera un escándalo nacional, pero pasadas esas 48 o 72 horas de infarto -tal vez habría que decir de hemorragia verbal y mediática-, el asunto se apaga dejando simplemente un rescoldo amargo. Sin ir más lejos, en las últimas semanas hemos asistido a un rosario de corruptelas motorizadas protagonizadas por políticos de todo el arco parlamentario, empeñados en sacar al sector automovilístico de la crisis (y en particular a las firmas de gran lujo) tirando de chequera pública.
No vayan a creer que el asunto ha merecido alguna respuesta útil capaz de evitar que en el futuro vuelvan a repetirse esos costosos dispendios. Todo lo contrario, la malversación política de fondos públicos se ha tapado sin una mala reglamentación que impida que el dirigente de turno se gaste el dinero de los contribuyentes en bienes fútiles que para nada afectan al interés general. Por ejemplo, publicando una ley suntuaria que limite el lujo y el gasto excesivo de los cargos públicos. En su lugar, se ha dado la callada por respuesta, probablemente a la espera del siguiente escándalo.
Sin embargo, sería absurdo pensar que los problemas de corrupción responden únicamente a un comportamiento antisocial del individuo. Es evidente que el funcionario de turno es el principal responsable del desaguisado con su actitud amoral y prepotente. Pero más allá de éste comportamiento, no estaría de más que alguien reflexionara sobre los agujeros que tiene una legislación presupuestaria que permite que dinero destinado a financiar ayuda al desarrollo vaya a parar finalmente a embadurnar la Sala de Derechos Humanos con 350.000 kilos de pintura. Picasso hizo el Guernica para la Exposición Universal de París de 1937 por encargo de la República por mucho menos dinero, y el gran Josep María Sert pintó unos maravillosos murales en la Gran Sala del Consejo de Naciones Unidas, también en Ginebra, sin dejar ni un roto ni si quiera un descosido en las cuentas públicas.
Con todo, el problema de fondo no es si el dinero está bien o mal gastado. O si merece la pena destinar 20 millones de euros con ese objetivo (habrá opiniones para todos los gustos); lo verdaderamente relevante es saber si el Estado cuenta con suficientes instrumentos para saber en cada momento si el gasto público se realiza con criterios de eficiencia. Y da la sensación de que los tiros no van precisamente por ahí. Cuando se habla del Estado, no me estoy refiriendo al Gobierno central (como muchos suelen creer), sino al Parlamento, máxima expresión de la voluntad popular.
Es evidente que el Congreso de los Diputados es quien aprueba las cuentas del Reino (el Senado es una entelequia), pero en un Estado moderno no es suficiente este trámite parlamentario. Lo verdaderamente importante es saber si ese dinero aprobado cumple realmente los fines previstos, y no parece que eso ocurra por la ausencia de una Oficina Presupuestaria -con independencia de criterio- capaz de hacer un seguimiento de los programas de gasto casi en tiempo real. Esos 20 millones de euros son una cantidad ridícula respecto de la factura presupuestaria, pero hay otras partidas de mucha mayor cuantía que se gastan sin que a posteriori se haga un detallado análisis de su eficacia en términos sociales. Una tarea que debería hacer el Parlamento de forma transparente y con los medios técnicos necesarios.
La creación de una Oficina Presupuestaria vinculada a las cámaras, como se sabe, es una vieja idea que siempre se les ocurre al PSOE y al PP cuando están en la oposición (¿por qué será?), pero cuando están en el Gobierno sufren una repentina amnesia. Si algún día son capaces de recuperar la memoria, es muy probable que el Barceló de turno no se vea obligado a dar explicaciones que ni entiende ni comprende.


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